viernes, 15 de julio de 2011

Un gesto, una sonrisa



El Hospital Amigo de los Niños era un lugar triste, dado que la mayoría de sus pacientes eran niños con cáncer. En ese entonces trabajaba para el Ministerio de la Salud y dos veces por mes debía ir con unos colegas a realizar distintas inspecciones en diversos sectores del hospital. La tarea no era para nada gratificante; los olores, sonidos y colores no dejaban dudas del lugar donde estábamos, pero ver a esos pequeños rostros hacía que valiera la pena seguir trabajando.
Una tarde, mientras estábamos en una de las salas conocí a Priscila. Tenía tan solo tres años y estaba internada hacía tres semanas. Padecía de un tumor cerebral, pero cuando la vi, la noté tan llena de vida, que por momentos pensé que estaba allí por error. Me acerqué a ella, la saludé y enseguida me esbozó una tímida, pero alegre sonrisa.
En el hospital nos contaron que Priscila era criada por su abuela desde que tenía un año y medio, porque su mamá emigró a España en busca de trabajo para poder costear los gastos para el tratamiento del tumor.
La realidad de la familia era dura. Doña Elena, la abuela de Priscila, tenía 57 años, era viuda y mantenía los gastos de la casa con sus trabajos como costurera y con la pensión policial de su fallecido esposo. Con el dinero que le mandaba su hija desde Europa, lograba pagar los medicamentos de Priscila y comprarle algo de ropa y calzados a los cuatro nietos que tenía a cargo.
Priscila era linda, tenía unos enormes ojos marrones, pelo negro rizado y una hermosa sonrisa capaz de conquistar a todos. Se nos hizo difícil entender como una criatura tan chica, tan frágil y colmada de hermosura tuviera ya predestinado un corto y cruel futuro.
Mientras mis compañeros siguieron recorriendo las instalaciones de hospital, yo preferí quedarme un rato más con ella. Fue rara la sensación que tuve en ese momento, pero la sentí como parte de mí. Me había capturado su sencillez, su risita tan ingenua y esos ojos que aparentaban estar tan llenos de vida. En ese instante, me di cuenta que la venda y la sonda que llevaba en el brazo derecho le molestaba, pero le pedí que no se lo quitara, porque debía seguir con ella para sentirse mejor. Sus ojos se pusieron tristes y agachó la cabeza. Esa situación fue extremadamente dolorosa para mí, pero logré despertarle una nueva sonrisa cuando saqué de mi bolso un elefante rosado de peluche que una de mis hijas me había dado para obsequiarles a los niños del hospital.
Priscila lo abrazó como si se tratara del mejor regalo que jamás hubiera recibido y su rostro era de felicidad pura. En ese momento, ese peluche era todo para ella; eso me alegró y me hizo reflexionar acerca de cuan sencilla puede ser la vida cuando de por medio hay una demostración de amor.

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